Por Hans Christian Andersen
La mariposa iba en busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las estuvo examinando. Todas permanecían calladas y discretas en su tallo, como es propio de las doncellas no prometidas. Pero había tantas, que la elección resultaba difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita. Los franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso la consultan los novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez una pregunta relativa a la persona amada: «¿De corazón?», «¿Por encima de todo?», «¿Un poquito?», «¿Nada en absoluto?», etc. Cada cual pregunta en su lengua, y la mariposa acudió a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las hojas las besaba, creyendo que como se llega más lejos es con el empleo de buenos modales. ¡Dulce Margarita! -dijo- Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y puede predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla. Pero Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando era una joven doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su pregunta por segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta. La primavera se hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las campanillas blancas y los azafranes. «Son muy lindas -dijo la mariposa-, unas pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos las preferían mayores. Voló entonces a las anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las violetas, que le resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y con excesiva parentela. Las del manzano, si bien es cierto que parecían rosas, florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve, pensó. La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en la punta. ¿Quién es esa? -preguntó. Es mi hermana -respondió la flor de guisante. ¡Caramba, así es como será usted más tarde! La mariposa se asustó y siguió volando. La madreselva florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregúntaselo a ella. Pasó la primavera, pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse. Las flores llevaban entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso la mariposa se dirigió a la menta crespa. Verdad es que no tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a cabeza, hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella! Y, finalmente, la solicitó. Pero la menta permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: - Amigos, bueno, pero nada más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad. Y así fue cómo la mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando, y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón. Otoño estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no revoloteaba ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy bien. «Pero no basta con vivir -decía-. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una florecilla!». Y de un vuelo se fue al cristal de la ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido hacer por ella. Ahora estoy en un tallo, como una flor -dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado. Y con esto se consoló. ¡Pobre consuelo! -observaron las flores de la maceta del cuarto. No hay que fiarse mucho de las flores de tiesto -dijo la mariposa-; alternan demasiado con las personas.